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viernes, 4 de mayo de 2007

Benedicto XVI tiene la personalidad de un Padre de la Iglesia

Entrevista al cardenal Julian Herranz, presidente del Consejo Pontificio para los Textos Legislativos del Vaticano y autor del libro "En las afueras de Jericó" (2007), en ABC lunes 16 de abril de 2007

El español más importante en la Curia Vaticana -que ha tenido el privilegio de servir a cinco Papas desde 1960- conoció a Joseph Ratzinger hace 27 años, con motivo de la elaboración del nuevo Código de Derecho Canónico. Desde entonces, el cardenal Julián Herranz ha apreciado de cerca las cualidades del teólogo alemán, especialmente su sencillez y su sentido del humor, menos conocidas que la inmensa talla intelectual de un Papa que es, al mismo tiempo, uno de los grandes pensadores de Europa. El conocimiento es mutuo, y Benedicto XVI ha elogiado en público las «extraordinarias dotes de alma e ingenio» del cardenal andaluz (Baena, 1930), un canonista que fue médico antes de ser sacerdote, y que a los 77 años de edad continúa al servicio del Papa en ocho dicasterios del Vaticano pues, como le gusta decir, «en realidad, los sacerdotes no nos jubilamos nunca. Solamente cuando el Señor nos llama».

Usted participó en el Cónclave del que salió Papa Benedicto XVI. ¿Por qué eligieron a Joseph Ratzinger?
Los 115 cardenales que entramos en el Cónclave depositamos en la urna nuestro voto mirando el Crucifijo bajo el Juicio Final de Miguel Ángel, en la Capilla Sixtina, y jurando cada uno que elegía en conciencia a quien consideraba más idóneo para ser el Pastor de la Iglesia universal. Por eso elegimos a Joseph Ratzinger.

¿Cómo fue posible elegirle tan rápido?
Puedo decir, sin quebrantar ningún secreto, que influyó una «cuádruple legitimidad» de la que mucho se hablaba: el prestigio «intelectual» de gran teólogo, la legitimidad «institucional» de prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, la legitimidad «romana» de miembro de la Curia y la fama «wojtyliana» de hombre de máxima confianza de Juan Pablo II. A esas cuatro razones añadiría una quinta: la legitimidad «espiritual» de sacerdote con una profunda vida interior -un contemplativo-, y por eso vibrantemente apostólico, evangelizador.

¿Cuándo conoció a Joseph Ratzinger?
Lo conocí en 1980, como miembro de la Comisión Pontificia para la Revisión del Código de Derecho Canónico, pero lo traté más a fondo después de su famosa entrevista con Vittorio Messori, publicada en 1985 como el libro «Informe sobre la fe». Sentí que compartía con él su preocupación ante interpretaciones equivocadas del Concilio (lo que llamó después «hermenéutica de ruptura») que estaban sembrando confusión en vastos sectores de la Iglesia.

Algunos proponían un aggiornamento teológico que marginaba a Dios Creador y Redentor y aplicaba una reducción temporalista del mensaje evangélico; un replanteamiento laicizante y secularista de la identidad sacerdotal y religiosa, que condujo a una triste hemorragia de defecciones; un experimentalismo litúrgico incontrolado y desacralizante, que invocaba fraudulentamente la reforma litúrgica querida por el Concilio, etc. Al mismo tiempo compartía también con el cardenal Ratzinger su ferviente deseo de que se llegase a la justa aplicación en la vida de la Iglesia de las riquezas doctrinales y disciplinares del Vaticano II.

¿Cuáles son, a su juicio, los rasgos más significativos de la personalidad de Joseph Ratzinger?
Yo diría que tiene la personalidad de un Padre de la Iglesia. Los Padres de la Iglesia, tanto los de Oriente como los de Occidente (Justino, Basilio, Jerónimo, Ambrosio, Agustín...) demostraron una atenta sensibilidad para valorar los fenómenos culturales y las corrientes ideológicas del entorno social en el que desempeñaron su misión, desde el diálogo con la filosofía griega y el derecho romano a la superación de la crisis del Imperio y la conversión de los bárbaros.

Con sus escritos -tratados teológicos, sí, pero sobre todo con los discursos y homilías- trasmitieron a los fieles un vigoroso alimento espiritual, fruto de la asidua meditación de la Sagrada Escritura, e intervinieron con vigilante solicitud pastoral cuando las circunstancias internas de la Iglesia o las externas de la sociedad pagana hacían necesario definir bien los contenidos, las exigencias y las propuestas culturales del mensaje cristiano. Es lo que también hoy hace falta, de frente al agnosticismo y al fundamentalismo laicista, que intentan imponer la «dictadura del relativismo» como única filosofía «política y culturalmente correcta».

¿Cómo es Joseph Ratzinger de cerca?
Un hombre de poderosa inteligencia, con gran capacidad de análisis y de síntesis. Y, al mismo tiempo, sencillo y humilde, tanto que parece tímido sin serlo. Un sacerdote amable y sonriente, acostumbrado a escuchar y dialogar, con interés sincero y con cristiano afecto. Como hizo antes, por ejemplo con Jürgen Habermas y otros intelectuales no cristianos o incluso ateos. Y como hace hoy, como Papa, con los párrocos de Roma o los niños que se preparan a la primera Comunión. Todo lo contrario del ceñudo y obcecado inquisidor que algunos pintan.

¿Cómo ha cambiado al ser Papa?
Ha cambiado en cuanto a la naturaleza y amplitud de su ministerio, porque sucediendo a San Pedro Apóstol ha pasado a ser Cabeza del Colegio Episcopal y Pastor de la Iglesia universal. Pero su personalidad -el conjunto de excelentes cualidades humanas, cristianas y sacerdotales que lo hacían idóneo para esa tarea- no ha cambiado. Por ejemplo, preside las reuniones de cardenales o el Sínodo de Obispos con la misma solicitud pastoral, agudeza intelectual, serenidad e incluso sentido del humor con que lo hemos visto antes participar en reuniones de la Curia o impartir conferencias en universidades. Y, gracias a Dios, consigue todavía sacar tiempo en medio de tanto trabajo, no sólo como es obvio para su intensa vida sacramental y su oración, sino también para dar algunos paseos por los jardines vaticanos, escuchar música o tocar el piano en algún rato nocturno.

¿Cuál es su mejor recuerdo de Juan Pablo II?
Es difícil escoger entre los recuerdos personales, todos entrañables. Quizás el de la audiencia del 22 de noviembre de 1994, en la que le agradecí la confianza que me había demostrado nombrándome tres días antes arzobispo y presidente del Consejo Pontificio para los Textos Legislativos. Añadí: «Espero que también el Derecho pueda contribuir a la nueva evangelización que Vuestra Santidad desea». Me sonrió afectuosamente y respondió: «Y yo espero que usted trabaje con el espíritu de Escrivá». Me emocioné ante ese consejo. Equivalía a una especie de canonización anticipada «in pectore» del hombre que me llevó al encuentro definitivo con Cristo. Comenté con un hilo de voz: «Yo también lo deseo, Santo Padre, porque él amaba mucho, apasionadamente, a la Iglesia. Y por eso tenía en gran estima la ley eclesiástica». Y Juan Pablo II concluyó con una potente voz, bastante más fuerte que la mía: «Sí, sí, lo sé. Lo conozco bien».

Benedicto XVI todavía no conoce España tan bien como su predecesor. ¿Qué recuerdos guarda de sus viajes a nuestro país?
Yo diría que conoce muy bien España. Como Papa ha hecho un solo viaje apostólico, a Valencia en julio pasado, pero antes, como cardenal, había estado en otras ciudades españolas (Madrid, Ávila, Salamanca, El Escorial, Toledo, Pamplona, Murcia...) y tuvo numerosos encuentros -que recuerda con gusto y con afecto-, tanto en ambientes eclesiásticos como universitarios. Ama España, conoce y aprecia a fondo su rica tradición cultural cristiana, filosófica, mística, literaria, artística... Yo suelo recordar -sobre todo a quienes sin conocerlo hablan del «Panzer-Kardinal»- que el Papa Ratzinger es un bávaro, y los bávaros son los «alemanes andaluces», más latinos y mediterráneos que prusianos.

¿Por qué no denunció Benedicto XVI en Valencia la ley española del matrimonio de homosexuales?
-El Papa fue a Valencia para presidir el «Encuentro Mundial de las Familias». Su magisterio fue por eso fundamentalmente positivo y de amplitud universal, recordando las verdades básicas en torno al concepto mismo de familia, fundada sobre el matrimonio o unión estable abierta a la fecundidad de un hombre y una mujer. La familia constituye un patrimonio de la humanidad, una institución social fundamental, una célula vital, el pilar de toda sociedad sana. El Papa recordó que todo esto es una realidad que interesa no sólo a la Iglesia sino a la autoridad civil, tanto a los creyentes como a los no creyentes, en España como en todo el mundo. Y todavía más en un mundo sometido a la fuerte presión del materialismo práctico y del agnosticismo relativista.

¿Cómo se responde a esas presiones?
Se trata de ahogar el mal en abundancia de bien. Porque el Papa es muy consciente, y lo ha dicho repetidas veces, que en algunos países -España entre ellos- existe una presión fuerte, por parte de determinados «lobbies», contra el concepto mismo de matrimonio y de familia. Y sabe que debido a las presiones que estos «lobbies» ejercen a través de medios de opinión pública y de la acción política, se crean -lo dijo el pasado 22 de diciembre comentando su viaje a Valencia- «nuevas formas jurídicas que relativizan el matrimonio», como una consecuencia más de la "relativización de la diferencia de sexos". Son procesos legislativos contrarios al derecho natural, es decir al verdadero concepto antropológico de persona humana, de matrimonio y de familia. Y contrarios también al bien común, que las leyes, para ser justas, deben tutelar y promover.

Las relaciones entre la Iglesia, que no son sólo los obispos, y el Gobierno español siguen siendo tensas, especialmente por la nueva ley de educación. ¿Cómo piensa que se podría facilitar la pacífica convivencia?
Hace tiempo que comparto la seria preocupación de los obispos y de millones de ciudadanos cristianos de mi patria, también algunos amigos míos de antiguo ideal socialista, por lo que está sucediendo a nivel de política gubernamental.

Es la preocupación de que el concepto democrático de «laicidad del Estado» o de «Estado aconfesional» -que es un concepto justo- esté siendo interpretado y aplicado en forma no correcta, concretamente en el sentido fundamentalista o totalitario de «Estado anti-confesional» o «antirreligioso». Sucedió así con el nazismo y sucede aún en algún Estado comunista. Se comienza con una actitud de desprecio «agnóstico» («progresista» se dice) de la religión, considerada como fruto o causa de escaso desarrollo social y cultural. Se continúa permitiendo o incluso fomentando todo lo que pueda desarraigar la fe en el pueblo o desprestigiar a la autoridad religiosa: la Santa Sede y los obispos. Y se termina con la imposición de normas de propaganda ideológica y de educación escolar de contenido antirreligioso, anticristiano.

Siguiendo esa línea ideológica, se niega a los padres, o mejor dicho se les hace difícil de ejercitar, su derecho natural y quizás constitucional respecto a la educación religiosa que quieren para sus hijos. Al mismo tiempo, se obliga a todos los alumnos a recibir una educación que llaman «cívica» (o «social», «nacional», etc.) pero que en realidad es, en muchos puntos, contraria no ya sólo a la moral cristiana, sino a la misma moral natural y a la dignidad de la persona. Yo espero que ese abuso totalitario no suceda en España, como no sucede en Italia y otras naciones donde más del 80 por ciento de los padres desean -independientemente de su afiliación política- la libre educación católica de sus hijos en los centros públicos de enseñanza.

En España el Gobierno repite que tiene el deber de asegurar la «laicidad» de la educación pública: ¿Se trata verdaderamente de un deber constitucional y de un derecho?
Si no recuerdo mal en la Constitución se dice que ninguna confesión religiosa tendrá carácter estatal, pero que las leyes públicas tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones. En esta perspectiva de auténtica laicidad se ha dicho que las leyes -también las de enseñanza- y las actuaciones del Gobierno tienen que favorecer el bien de todos los españoles y tienen que estar al servicio del bien común de todos los ciudadanos. Es una exigencia de justicia constitucional -y de derecho internacional respecto a la Santa Sede- que no se cumpliría si un gobierno de derechas o de izquierdas inspirase su actuación en un fundamentalismo laicista de ateísmo militante. Yo rezo para que no sea así y se pueda asegurar en mi patria un futuro de mutua colaboración entre el Estado y la Iglesia, un futuro de pacífica convivencia y de respeto entre todos los españoles.

Una última pregunta personal. Su lema como obispo y cardenal es «Domine, ut videam» («Señor, que vea»), la súplica del ciego de Palestina que da título a su último libro «En las afueras de Jericó»... ¿Por qué?
Hay varias razones de fondo, que quizás se puedan resumir en una sola: porque estoy convencido de que la felicidad verdadera ya aquí en este mundo consiste en recibir de Dios la luz necesaria para ver con los ojos del alma, y caminar con los pies en la tierra pero con la mirada en el Cielo.

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