Artículo de José Luis Meilán, catedrático de derecho de la universidad de La Coruña, en la Voz de Galicia, viernes 6 de abril de 2007
La Semana Santa muestra la vigencia social de la religión. Las procesiones testimonian el misterio central de la fe cristiana, que culmina en la resurrección de Cristo crucificado. Para alguna corriente ideológica, la religión en la calle es un contrasentido; debería acantonarse en el reducto de lo individual privado. Una afirmación que escinde artificialmente la unidad de la persona. No es difícil descubrir debajo de la presuntuosa tolerancia de la religión en el espacio privado el intento de una suerte de extrañamiento social de personas porque creen en verdades absolutas. El relativismo se erige en dogma.
Ha llegado a sostenerse la incompatibilidad entre cristianismo y democracia. Kelsen ha ilustrado esa pretendida incompatibilidad en una obra laica sobre teoría del Estado, glosando el diálogo entre Jesucristo y Pilatos que relata el evangelio. El pretor pregunta qué es la verdad. No sabe qué es y como romano —añade el ilustre jurista— está acostumbrado a actuar democráticamente, por lo que se dirige al pueblo. El resultado de aquel singular plebiscito es conocido: se condena a Jesús, aunque es inocente.
Esa ilustración evidencia que la democracia no ha de considerarse como mera forma. Precisa de una referencia a valores objetivos, como los derechos fundamentales de la persona y su dignidad, reconocidos en declaraciones universales. La calidad de la democracia depende de la amplitud o estrechez de cómo se interpreten. En ese escenario el creyente cristiano opera con la naturalidad de lo que es propio y compartido. El necesario compromiso social, si impidiese la libertad de las conciencias, se convertiría en totalitarismo. Eso sí es incompatible con el cristianismo.
La fe cristiana no se impone. El devenir de la historia alecciona que aquélla no ha de fundarse sobre privilegios. Tampoco convertirse en un gueto. Compromete a sus seguidores a construir la ciudad terrena con sus conciudadanos, cualesquiera que sean sus creencias y convicciones, sin renunciar a las suyas, compartiendo solidariamente los avatares de la sociedad en la que está integrado. La apertura a la trascendencia refuerza la lealtad a los principios que vertebran una convivencia auténticamente democrática.
El laicismo occidental no defiende la legítima autonomía de las realidades humanas frente a presumibles teocracias. Se predica como la seudorreligión de un mínimo común ético, impuesto por la superestructura idealizada del Estado, que excluye cualquier otro fundamento. Se cercena así la libertad en lo más profundo del ser humano. Y la igualdad, que supone el reconocimiento de una naturaleza estable y permanente. Desde la virtualidad que posee la democracia puede aspirarse a enriquecer ese mínimo ético, que no ha de considerarse un pragmático mal menor.
La religión ha de valer para unir; no debería ser utilizada para separar. Con el pretexto del consenso social no es lícito arrumbarla.
Aviso
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