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miércoles, 9 de mayo de 2007

Iglesia de Santa María, Greenville, Carolina del Sur: Cómo y por qué oramos. (Cómo llenar de nuevo una Iglesia)

Carta Novena del libro "Cartas a un joven católico" de George Weigel. Habla sobre la esencia y dignidad de la liturgia.

Novena Carta
IGLESIA DE SANTA MARÍA, GREENVILLE, CAROLINA DEL SUR:
CÓMO Y POR QUÉ ORAMOS
En el mundo católico hay muchas clases de «sublimidad» y muchas clases de «trascendencia». La Capilla Sixtina es, quizá, el ejemplo más obvio de ambas magnitudes. Como también lo es un lugar muy diferente: la iglesia de Santa María, en Greenville, Carolina del Sur. No posee frescos de Perugino o de Miguel Ángel; en ella no se ha elegido ningún papa. Pero no se necesita nada de eso para experimentar el contacto entre lo divino y lo humano en el ámbito del Catoli­cismo. La iglesia de Santa María, en Greenville, es uno de los lugares de Norteamérica donde mejor se puede experimentar lo que es y debe ser el culto católico, un sitio donde se pue­de reflexionar sobre el significado y la manera de orar, tanto en comunidad como en privado. Desde los primeros tiempos de la República Americana, muchos católicos han emigrado a la región de Piedmont, en Carolina del Sur; pero hasta el año 1872 no hubo ningún pastor que residiera establemente en Greenville. Durante los veinte años anteriores a esa fecha, se habían establecido algunos núcleos de misión en la comar­ca, de modo que se puede decir que la parroquia de Sto Mary se fundó en 1852. La primera iglesia parroquial se consagró en 1876, dedicada a Nuestra Señora del Sagrado Corazón de Jesús, una nueva devoción mariana originada en Francia en 1854. La iglesia que se puede ver todavía hoy fue obra de dos pastores, Monseñor Andew Keene Gwynn y Monseñor char­les J. Baum, que ejercieron su ministerio durante setenta y tres años. El año 2002, fecha del sesquicentenario de la iglesia, la parroquia de Sto Mary contaba con unas dos mil fami­lias de origen racial, étnico y económico de lo más variado, y contaba con una escuela en la que estudiaban unos 350 niños .
El domingo 1 de julio de 2001, cuando la gente acudió a la iglesia, se dieron cuenta de que las cosas habían cambiado considerablemente en las anteriores 24 horas. El tabernácu­lo, que se había relegado a un lateral del templo en 1984, se había vuelto a colocar en su sitio, al final del eje central del edificio, en el retablo detrás del altar mayor. Se había colgado un gran icono de María, la primera imagen de la patrona de la iglesia que se podía contemplar en veinte años. Se habían quitado los estandartes de arpillera confeccionados por los estudiantes de segundo grado. Los desgastados libros que servían como «elemento de culto» (y que algunos llamaban «himnales») se habían quitado de los bancos de la iglesia, relegándolos al trastero parroquial. Se había confeccionado un programa de música para la misa dominical, que se distri­buía entre los asistentes. Pero esos cambios no eran más que un presagio de lo que estaba por llegar. Se puede decir que, durante siglo y medio, los fieles de la parroquia de Sto Mary's nunca habían escuchado un sermón inaugural como el que pronunció su nuevo párroco, el Padre Jay Scott Newman, el primer domingo de julio de 2001:
Me llamo Jay Scott Newman y soy discípulo de Nues­tro Señor Jesucristo. Por la gracia de Dios, soy también sacerdote de la Nueva Alianza, consagrado en el orden presbiteral. Por designación de Robert, duodécimo obis­po de Charles ton, soy el decimosexto pastor de la iglesia de Sto Mary. De estos tres títulos (cristiano, sacerdote y pastor), el más importante para mi salvación es el primero:
Soy discípulo de Jesucristo.
Amigos míos, hoy estamos aquí porque el hijo de María es el Hijo de Dios: el alfa y la omega, el primero y el
último, el principio y el fin. Por él, en él y para él, todas las cosas fueron creadas. Jesucristo es la respuesta a todas las preguntas de la vida humana; y sólo conociendo, amando y sirviendo a Jesucristo podemos ver cumplidos los más íntimos deseos de nuestro corazón.
... Yo no siempre he sido cristiano. Para horror de mi familia protestante, me hice ateo a la edad de trece años, y hasta que cumplí los diecinueve estaba convencido de que Dios no existía, de que el cosmos se podía explicar sin un creador. Sin embargo, en el mes de octubre de 1981, durante mi año de bachillerato en Princeton, me di cuen­ta de mi error. El día 15 de octubre por la tarde, el Señor Jesucristo tomó posesión de mi vida. Y hoy estoy aquí para dar testimonio del poder de su amor. Desde ese momento, el Evangelio de Cristo ha sido una pasión que me consume, y deseo que lo sea también para vosotros ...
Si Jesucristo es el Señor, entonces es señor de todas las cosas, de todo lo que somos y de todo lo que tenemos. En los años que voy a prestar servicio aquí, me dedicaré a explorar con vosotros las inescrutables riquezas de la Palabra hecha carne que, por el bautismo, nos llama a seguirle sin reservas ...
Durante todos los años de mi formación, me he esfor­zado por entender cómo y por qué Dios me ha llamado. Pero poco a poco terminó el tiempo de prueba; y ello en julio de 1993 fui ordenado sacerdote de Jesucristo para la diócesis de Charleston. Desde entonces he sido capellán de colegio, párroco y, recientemente, profesor del semina­rio. A pesar de la variedad de ocupaciones en esos come­tidos, mis deberes fundamentales en cada uno han sido siempre los mismos: enseñar, santificar y gobernar. Estos tres deberes acompañan siempre al sacerdote, sea cual sea su ocupación, porque brotan no de su actividad, sino de su personalidad. La ordenación sacerdotal configura a la per­sona para que represente la Persona de Cristo, cabeza y esposo de la Iglesia, de modo que sea capaz de identifi­carse con la Persona de Cristo y actuar en su nombre para la salvación y perfección de toda la Iglesia ...
Nuestra primera iglesia fue consagrada en 1876, en el mes de octubre; recordad que mi conversión a Cristo tuvo lugar también en el mes de octubre, ciento cinco años más tarde. Los archivos [diocesanos] me revelaron otra cosa: los dos acontecimientos se produjeron el mismo día, el 8 de octubre. Amigos míos, estoy convencido de que todo lo que ha ocurrido en mi vida hasta el momento ha sido, en cierto modo, una preparación para el trabajo que ahora empiezo aquí; y no puedo expresar con palabras la alegría que siento de ser vuestro pastor. Hace ya veinte años, la bienaventurada Virgen María, primera y más importante discípulo de Cristo, me llevó a abrazar con fe y con amor el corazón de su divino Hijo y ahora me ha guiado hasta aquí para presidir y guiar una congregación dedicada a darle culto, precisamente el día de mi propia conversión al sagrado Corazón de su divino Hijo. En los planes de Dios no caben las coincidencias. Por eso, estoy seguro de que mi servicio aquí es un momento privilegiado de gracia en mi vida. Pido intensamente al Señor que también lo sea para vosotros ...
Hoy os prometo solemnemente que me dedicaré a amaros como pastor, a enseñaros como padre y a caminar con vosotros como hermano en el esfuerzo diario por res­ponder fielmente a la llamada de Cristo: «Seguidme».
Se puede afirmar que, en ese momento, la gente de la parroquia de St. Mary, en Greenville, Carolina del Sur, se dio cuenta de que las cosas no iban a ser cuestión de puro trámi­te, con el Padre ]ay Scott Newman.
El 22 de junio de 2003, domingo y festividad del Corpus Christi, los parroquianos de St. Mary, Greenville abarrotaban la iglesia para asistir a una Misa Solemne. En poco menos de dos años, la iglesia y sus terrenos se habían transformado. Se había renovado el ladrillo, los bancos eran nuevos; las vidrie­ras estaban limpias, se había pintado la iglesia y se había ins­talado un sagrario nuevo dorado. Un ambón nuevo de roble completaba la restauración del retablo y constituía un lugar adecuado para la proclamación de las lecturas y para pro­nunciar la homilía. La pila bautismal se había colocado junto a la entrada, para que la gente, al entrar en la iglesia, se diera cuenta -cada semana, y hasta cada día- de quiénes eran y por qué estaban allí. El parque de la parroquia había queda­do completamente remozado. Y todo a cuenta de que los feli­greses de St. Mary habían aportado unos dos millones de dólares para las obras.
Pero si tú hubieras estado allí aquel día, lo que más te habría impresionado habría sido la total transformación de la gente. Más de seiscientas personas cantaban entusiasmadas los tres himnos clásicos: «Cantemos en la fiesta del Cordero», «¡Aleluya! Cantad a ]esús», y el motete en latín «Adoro te devo­te». El coro entonaba el Panis angelicus de Cesar Frank y el Ave verum de William Byrd. La congregación y el coro iban acompañados de órgano, trompeta, timbales, violín y viola. Los fieles habían aprendido a cantar las partes de la Misa que les correspondían a ellos: el Kyrie, el Gloria, el Sanctus, la aclamación después de la consagración, el Padre Nuestro y el Agnus Dei. Todos cantaban el estribillo de respuesta al Salmo entre la primera lectura y el evangelio, y las invitaciones del celebrante, como «El Señor esté con vosotros», etc. Unos pro­clamaban las lecturas del Antiguo y del Nuevo Testamento; otros presentaban las ofrendas de pan y vino en el altar. Con gran atención se escuchaba al Padre Newman cuando cantaba la mayor parte de la Plegaria Eucarística, subrayando la solem­nidad de la acción central de la Misa. Y qué decir del canto de la «Secuencia» (un poema que, en determinadas festividades, prepara el clima para la proclamación del Evangelio, aunque por lo general se omite en muchas parroquias). A eso se unían las exhortaciones de algunos misioneros que estaban de visi­ta, o la bendición de seminaristas que iban a estudiar a Roma. En suma, la celebración podía durar casi dos horas. Y cuando todo había terminado, la gente parecía decepcionada porque todo había pasado tan pronto.
Y todo eso, ¿por qué? Pues porque el Padre Newman, en sus primeros meses como pastor de Sto Mary, había restitui­do a la gente su dignidad bautismal de cristianos. Como creo que sabes, en muchas parroquias católicas la liturgia se des­pacha rápido, en unos cuarenta o cuarenta y cinco minutos. Pero no ocurre así en Greenville; y la gente no se queja, ni mucho menos. Y no creo que la razón se pueda reducir a una música tan espléndida y a una predicación tan ejemplar. Más bien es que la gente de Sto Mary, gente normal en todos los sentidos (como se suele decir), ha llegado a entender su situa­ción de manera diferente: ahora saben que son hombres y mujeres a los que Cristo, por el bautismo, ha dado fuerza para ofrecer al Padre un culto auténtico.
En 1963 los obispos del Concilio Vaticano II enseñaron que la liturgia que celebramos aquí es una participación en la «liturgia celeste que se celebra en la Ciudad Santa de Jeru­salén, hacia la que caminamos como peregrinos y en la que Cristo está sentado a la derecha de Dios como ministro de las cosas santas y del verdadero tabernáculo». La gente de Sto Mary no sabrá decirte exactamente qué significa ese lenguaje altamente teológico. Pero es que tampoco tienen por qué hacerlo; ellos saben lo que significa; y lo saben en su cora­zón, en su mente, en su alma. Lo saben por experiencia. Saben que no abandonan la iglesia el Domingo por la maña­na, para regresar al «mundo real», porque saben que con la Misa del Domingo viven en y dentro de el mundo real, el de la comunión con Dios. Ellos saben, tanto por intuición como por experiencia, lo que Angelo Scola, Patriarca de Venecia y reconocido teólogo, quería decir cuando dijo, hace pocos años, que los sacramentos y, sobre todo, la Euca­ristía, son un encuentro con Cristo «como contemporáneo nuestro».
Tú sabes, como lo sabe cualquier católico, que la liturgia ha sido un campo de batalla en la Iglesia, a partir del Conci­lio Vaticano II. Muchos argumentos sobre el modo en que los católicos rezan y ofrecen el culto tienen bastante que ver con la diversidad de gustos y de posturas estéticas. Pero los temas verdaderamente serios dependen de una comprensión dife­rente de lo que, en realidad, es el culto. Y eso es un problema muy serio.
Tal como lo entiende la Iglesia Católica, la liturgia es obra
de Dios, no nuestra. La liturgia es nuestra participación, aquí y ahora, en lo que ya y siempre ha sucedido alrededor del tro­no de Dios, el Trono de la Gracia, donde los ángeles y los san­tos alaban a Dios por toda la eternidad. Decir que la liturgia no es «obra nuestra» no significa que sacerdotes y pueblo no tengan mucho que ver con lo que ocurre en la Misa. Obvia­mente, tienen mucho que ver; y gente como la de Sto Mary y su pastor ponen su grano de arena con todo cuidado, con toda reverencia y con el mejor buen gusto. Pero la liturgia que se realiza en Greenville es una poderosa experiencia, porque todos y cada uno saben que Dios es el verdadero actor en nuestra celebración cultual. De acuerdo con la renovación litúrgica promovida por el Concilio Vaticano II, la población de Greenville ha llegado a entender que es el propio Dios el que nos invita a darle culto y nos capacita para ello.
Muchos jóvenes católicos se lamentan de que se aburren en misa. Y no se lo reprocho. Cuando tanto el sacerdote como los fieles se olvidan de lo que realmente está sucedien­do allí, y cuando la misa es otra forma de entretenimiento, una terapia, o un entretenimiento terapéutico, no es lo que tendría que ser. Y tampoco nosotros somos lo que tendría­mos que ser, como exige nuestro bautismo. Por eso, el punto básico, que está al margen o en contra de la cultura, es el siguiente: Nosotros no damos culto a Dios porque nos hace sen­tir bien, o relajados, o entretenidos. Damos culto a Dios porque Dios es digno de culto; y al dar a Dios el culto que le es debi­do, satisfacemos uno de los más profundos deseos del espíritu humano.
Eso quiere decir que participar en la misa, aquí y ahora, no es cuestión de mirar hacia abajo o a nuestro alrededor, sino de mirar hacia arriba; es un gusto anticipado de lo que nos espera, por la gracia y la misericordia de Dios, para toda la eternidad. El verdadero culto, igual que el verdadero amor, no significa mirarse a los ojos, sino mirar juntos, en clima de amor, al que es el Amor consumado.
Por qué el culto es tan importante? ¿Qué creemos que significa nuestro culto? Te contaré otra historia de Greenvi­lle. Durante sus primeros meses en la parroquia de Sto Mary's, el Padre Newman solía ir a tomar café a casa de sus feligreses los lunes por la noche. Así explicaba él por qué lo hacía: «Es que yo no creo en una liturgia de sala de estar». Pero no era cuestión de gusto o de poder. Se trataba del modo más correcto de dar culto a Dios, de la mejor manera de vivir a la altura de la vocación tan noble que tiene todo cristiano por el hecho de estar bautizado.
La gente de Sto Mary's Greenville había aprendido por experiencia una vieja máxima teológica que tú sin duda conoces: lex orandi lex credendi, es decir, lo que oramos es lo que creemos. Un culto deslavazado conduce inevitablemente a una teología empobrecida. El culto como entretenimiento desvirtúa las verdades de un culto auténtico. Según estudios fiables, en los últimos treinta y cinco años muchos católicos han empezado a dudar que lo que recibimos en la Eucaristía es el cuerpo y la sangre de Cristo. ¿Puede alguien afirmar seriamente que esta erosión de la fe no tiene nada que ver con una liturgia mortecina, en la que el centro del culto es con demasiada frecuencia la propia comunidad o el sacerdote «presidente», estilo Phil Donahue (por usar la expresión más horrorosa de la jerga litúrgica contemporánea)?
Mi amigo Robert Louis Wilken, eximio investigador de la Iglesia antigua, confesó una vez a un periodista la razón por la que, a sus más de sesenta años, había abrazado la fe católi­ca, después de toda una vida como fiel luterano e incluso pas­tor de la Confesión Luterana durante varias décadas. Para Wilken, historiador y teólogo, todo se reducía a la pregunta sobre qué era lo que había preservado la fe a lo largo del tiempo. ¿Qué es lo que nos mantiene en contacto y en comu­nión con las raíces apostólicas de la Iglesia que explorábamos en las «excavaciones» de San Pedro, en Roma? La tradición de la Reforma, en la que Wilken había crecido, se fundaba en la convicción de que podía preservar la fe de los Apóstoles mediante una firme adherencia a la doctrina. Contra esa pos­tura, la tradición católica, que Wilken consideró más tarde como irrefutable, sostiene que lo que realmente conserva la fe es la comunidad eclesial, en la que la doctrina se entiende como lo que es, una doctrina. Un buen ejemplo de eso es la máxima lex orandi lex credendi.
Durante las controversias de la Reforma y la Contrarre­forma, se produjo un famoso debate entre un teólogo lutera­no y san Roberto Bellarmino. Tal como Wilken recordaba la historia, el luterano habría atacado la práctica católica de la reserva y adoración de la Eucaristía, que consiste en guardar el pan eucarístico en el tabernáculo ante el cual oran los fie­les, sobre la base de que Cristo pretendió que la Eucaristía fuera una realidad de uso, y no de mera reserva, cuando dijo: «Tomad y comed», no «tomad y reservad». La réplica de BeIlarmino fue que la Iglesia, casi desde la más remota Anti­giiedad, había practicado la reserva del sacramento, y no había ninguna razón seria para poner fin a dicha práctica. Sin embargo, Wilken admitía que, con el tiempo, el hecho de prescindir del tabernáculo y no reservar el sacramento había llevado a muchos luteranos a elaborar una teología eucarísti­ca diferente, por deficiente, e insegura sobre la presencia real de Cristo en el pan y el vino. Los católicos, en cambio, man­tuvieron los tabernáculos y continuaron con la práctica de reserva del sacramento y de adoración eucarística. La prácti­ca tradicional del culto comunitario ha mantenido una ver­dad clave de la fe católica.
Eso te da una idea no sólo de lo que significa lex orandi lex credendi, sino también del motivo por el que el Padre Newman, al cuarto de hora de haber tomado posesión de la parroquia de Sto Mary, Greenville, volvió a colocar el taber­náculo en el centro del altar.
Hay que reconocer que la Iglesia Católica le ha fallado a su Señor infinidad de veces. Pero en el mandamiento: «Haced esto en conmemoración mía», es en lo que la Iglesia se ha mostrado más fiel. La Eucaristía, celebrada en la misa y reservada para extender los frutos de la misa a lo largo del tiempo, es lo que mantiene a la Iglesia fiel a su Fundador. Por eso es tan importante la máxima lex orandi lex credendi. Y por esa misma razón, la guerra de lenguas litúrgicas que hoy se ha desatado en el seno de la Iglesia Católica es una lucha en la que vale la pena comprometerse. En este punto está en juego algo más que una pura cuestión de gusto.
Ya que estamos con el tema del culto y la liturgia, podríamos paramos un momento a pensar qué es el sacerdote en la Igle­sia Católica. Sobre el tema hay algo más que cierta confusión. Siglos y siglos de intervención jurídica en la Iglesia, más la lógica burocratización que afecta prácticamente a casi todos los aspectos de la vida moderna, ha llevado a muchos católi­cos, tanto clérigos como seglares, a pensar que el sacerdote es una especie de funcionario eclesiástico, encargado por la jerarquía de llevar a cabo ciertas funciones.

1 comentario:

wendy tatiana pinzon dijo...

un saludo en JESUCRISTO, me gustaria contactarme con el Padre Francisco Cruz....URGENTE....soy de COLOMBIA...agrdezco me envien alguna respuesta ...DIOS LOS BENDIGA.....

WENDY TATIANA PINZON BOLIVAR.
"ZIPAQUIRA" COLOMBIA.
E-MAIL: jimenitos_2@hotmail.com